La Corte Penal Internacional dictaminó que los ataques al medio ambiente se consideran contra la humanidad. Uno de los casos analizados es el Riachuelo.
Por Teresa Kramarz
Una fría mañana en La Boca de 2015, mis alumnos canadienses se sentaron con vecinos del Riachuelo para conocer sus experiencias como litigantes frente a la Corte Suprema. Han pasado diez años desde aquel fallo histórico a favor de las familias que acudieron a la Corte después de tantos intentos infructuosos para que los gobiernos se hicieran cargo de remediar la cuenca del río a cuyas orillas habitan.
Hemos venido (en tanto grupo académico de la Universidad de Toronto) para investigar el rol y potencial de las cortes en protección medioambiental. Los vecinos del denominado caso Mendoza (daños derivados de la contaminación ambiental del río Matanza-Riachuelo) dicen que una vez pasada la euforia inicial del fallo a su favor, las familias del barrio quedaron a la espera. Así también ha quedado la cuenca del Riachuelo. Esperando.
Beatriz Mendoza, cuyo nombre encabezó la causa, lo resume así: “Hemos esperado mucho tiempo desde que la causa se inició, pero no hemos obtenido en la Justicia lo que solicitábamos al inicio: justicia para las víctimas de la contaminación, incluyendo mi situación. Nunca pedimos un plan integral, o una autoridad de cuenca. Lo que nosotros sabemos es que nuestra salud estaba dañada al momento de presentar la demanda en 2004 y nunca tuvimos de la Corte Suprema una orden al Estado o las empresas para cubrir los costos de asistencia en la salud generada por el río contaminado”.
¿Cuál debería ser el papel de las cortes en la defensa de los derechos del medio ambiente y de las víctimas de la contaminación? En septiembre la Corte Penal Internacional (CPI) conmovió al mundo al anunciar que consideraría los delitos contra el medio ambiente como delitos contra la humanidad.
Activistas y víctimas de la destrucción medioambiental en gran escala ven con optimismo la decisión de la CPI. Y aunque el medio ambiente no puede hablar por sí solo, por todas partes los signos de deterioro comunican con claridad que la tierra, el aire y el agua de nuestro planeta podrían beneficiarse si consiguen los amigos que necesitan.
Pero antes de celebrar, todos –desde los defensores del planeta hasta quienes han visto afectadas sus tierras y su subsistencia– deberíamos mirar con más detenimiento las posibles secuelas de esta decisión. Detrás de la buena noticia, el diablo puede merodear en los detalles. El cambio de postura dentro de la CPI refleja una tendencia más amplia que viene surgiendo en todas partes: el advenimiento de los tribunales verdes. En muchos países, las cortes supremas han tomado seriamente el derecho de sus ciudadanos a un medio ambiente sano. Las experiencias de estas cortes nacionales proporcionan algunas lecciones importantes a la CPI y sus futuros reclamantes en casos donde se ha dañado el medio ambiente.
Tribunales activistas
El ser testigos de repetidos fracasos de organismos estatales ha impulsado a tribunales a convertirse en activos guardianes de los derechos ambientales. Por ejemplo, la Corte Suprema de Filipinas intervino para remediar la contaminación persistente de la bahía de Manila a pedido de las familias que reclamaban por daños y perjuicios. Otro tanto ha estado ocurriendo en India con los intentos de limpiar el río Ganges y en la Argentina, que carga con la terrible reputación de albergar una de las cuencas más contaminadas del mundo.
En los años 2006 y 2008 la Corte Suprema argentina promulgó reglamentaciones que fueron un gran impulso en favor de los vecinos de la cuenca del Riachuelo de Buenos Aires, quienes habían presentado demandas por daños severos a la salud derivados de vivir en focos de contaminación industrial y doméstica. Los repetidos fracasos de políticas contra la contaminación de esta gran cuenca se remontan al inicio del siglo XX. Durante todo este tiempo los poderes ejecutivo y legislativo no han podido frenar la continua amenaza al medio ambiente y las poblaciones afectadas por las sabidas fuentes de contaminación que ponen en peligro a más de siete millones de personas viviendo en el corazón de una de las ciudades más grandes del planeta.
La Corte Suprema aceptó tomar el caso y adoptó la iniciativa de trabajar para lograr un mejor control ambiental. Creó un nuevo organismo para sanear el agua, ordenó la creación de un nuevo plan de rehabilitación ambiental –fijando plazos precisos, indicadores para monitoreo y sanciones– y estableció un cuerpo colegiado de vigilancia y asesoramiento por parte de ONGs que mantuvieran a la Corte al corriente de las implementaciones.
Una corte activa como esta, que asumió un papel de representante social haciéndose cargo de la protección del medio ambiente y de la población más afectada por su devastación, fue recibida con optimismo. La noticia fue cubierta por la prensa nacional e internacional y el potencial de estas disposiciones emblemáticas para revertir la situación en favor de la protección ambiental fue analizado en artículos académicos y publicaciones especializadas en casos legales.
¿Podría la experiencia argentina brindar un modelo innovador para la protección ambiental? ¿Marcaría esto un cambio de paradigma en la gobernación del desarrollo sostenible? Después de diez años del primer fallo de la corte, sin embargo, el Riachuelo sigue contaminado. Para agravar más las cosas, tal como lo relata Mendoza, no ha habido sentencia en las demandas por daños contra industrias contaminantes y las indemnizaciones por daños y perjuicios sanitarios fueron rechazadas. Ha habido modificaciones continuas de los planes, los plazos y los objetivos (las más recientes solicitadas el mes pasado por la Corte Suprema).
La Corte argentina ha quedado enredada en el confuso proceso político de elaboración de políticas a seguir. Lo mismo ha ocurrido con otros casos en algún momento celebrados. En Filipinas e India, las cortes supremas se han empantanado en su gestión medioambiental.
Las cortes ante los fracasos políticos
La estrategia de recurrir a tribunales como remedio ante la falta de respuesta de los políticos plantea riesgos claros. Uno es la falta de mecanismos directos de rendición de cuentas entre la corte suprema y los ciudadanos. En contraste, cuando los representantes electos no cumplen sus promesas ecológicas, los ciudadanos conservan siempre un último recurso decisivo: pueden votar para que esos políticos dejen el cargo y probar de elegir representantes nuevos. Es la herramienta más básica con la que cuentan los ciudadanos de las democracias liberales y por supuesto se apoya fuertemente en que un periodismo activo y vigilante informe debidamente al electorado.
Este mecanismo de rendición de cuentas existe también en un sistema de mercado: los consumidores pueden votar con su dinero y recompensar los negocios que brindan buenos bienes y servicios o votar con los pies y abandonar los que se demuestran deficientes. Estas opciones no existen para responsabilizar a los jueces.
El problema es el siguiente: cuando la Corte Suprema asume roles del ejecutivo para subsanar fracasos políticos puede no llegar a mejorar el problema ambiental, y empeorar los recursos de las poblaciones que quedan sin canales de responsabilizacion frente a un fallo final por el tribunal más alto de la Nación.
Por definición, los jueces de la Corte Suprema siempre tienen la última palabra. Esto es algo deseable cuando los tribunales se mantienen dentro de su rol de arbitrar conflictos y permitir que las partes alcancen una solución. Tener la última palabra no funciona cuando los jueces se convierten en activistas en lugar de árbitros. Pese a sus buenas intenciones de terminar con la devastación medioambiental y ayudar a las poblaciones más vulnerables, los jueces no son especialistas técnicos ni gerentes de proyectos: y lo más importante, no están sujetos a sanciones directas como lo están los políticos.
Hay una lección para la CPI en la experiencia de los tribunales nacionales que se vuelven verdes. Cuidado con exceder el rol arbitral tradicional de una corte intentando salvaguardar el medio ambiente. Y, para los numerosos demandantes potenciales, cuidado con los peligros de recurrir a un tribunal definitivo para que ejerza control ambiental sin exigir primero un mecanismo que asegure responsabilidad en caso de que los jueces no desarrollen una solución adecuada.
Teresa Kramarz es profesora e investigadora en la Escuela Munk de Asuntos Globales de la Universidad de Toronto; codirectora del Grupo de Investigación de Responsabilidad en el Control Ambiental Global. Trabaja en control ambiental global responsable, energía y medio ambiente en América Latina.
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